Cuando el Invisible se hizo visible

Hay preguntas que nos acompañan desde nuestra niñez: ¿Quién es Dios? ¿Cómo es Él? ¿Se le puede conocer más? La Biblia nos muestra que esas no son preguntas nuevas. Un día, Felipe, uno de los discípulos de Jesús, se atrevió a pedir algo que quizás nosotras también hemos pensado. En Juan 14:8, Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta»; y la respuesta de Jesús es tan profunda que cambia todo: «¿Tanto tiempo he estado con ustedes, y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a Mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”?».

Esas palabras nos revelan un misterio maravilloso: Jesús es el rostro visible del Dios invisible.

En ese mismo evangelio, al inicio para ser exactas, notamos una declaración impactante:

«En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1:1).

Jesús no comenzó a existir en Belén. Antes de nacer en un pesebre, Él ya era eterno, Dios mismo. El Verbo creador, por el cual todo fue hecho, decidió hacerse carne y habitar entre nosotros.

Cuando pensamos en esto, podemos detenernos a reflexionar: el mismo Dios que creó el universo es el que nos miró con ojos humanos, que caminó por pueblos polvorientos, que se acercó a los marginados y que abrió Sus brazos en la cruz por amor a ti y a mí.

El apóstol Pablo lo dice con absoluta claridad: 

«Porque toda la plenitud de la Deidad reside corporalmente en Él». -Colosenses 2:9

Jesús no es un reflejo de Dios, ni un mensajero especial, ni una sombra de lo divino. Él es plenamente Dios, en un cuerpo humano. Todo lo que es: Su amor, Su justicia, Su santidad, Su poder, está en Cristo.

Esto nos recuerda que no tenemos que buscar más allá de Jesús para conocer a Dios. No necesitamos teorías complicadas, filosofías o experiencias místicas. Basta mirar a Cristo, basta escuchar Sus palabras, contemplar Su compasión y observar Su entrega.

En Juan 10:30, Jesús mismo declara: «Yo y el Padre somos uno». Estas palabras provocaron la furia de los líderes religiosos de ese tiempo porque entendieron perfectamente lo que Jesús decía: Él era Dios.

Para nosotras, esta afirmación es un bálsamo. Cuando dudamos del amor de Dios, podemos mirar a Jesús sanando enfermos; cuando sentimos miedo, podemos recordar a Jesús calmando la tormenta; cuando nos pesa la culpa, podemos ver a Jesús recibiendo a la mujer adúltera con perdón y gracia.

En cada actitud de Cristo, vemos al Padre. El carácter del Padre se revela perfectamente en el Hijo.

Uno de los pasajes más conmovedores de la Biblia lo encontramos en Filipenses 2:6-7: «El cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse,sino que se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres».

Este texto nos muestra que Jesús, siendo Dios, eligió humillarse. No dejó de ser Dios, pero se despojó de Su gloria para hacerse cercano.

Ese es el corazón del evangelio: el Dios eterno se hizo hombre para salvarnos. No vino con poder militar, ni con riqueza, ni con un trono terrenal. Vino como siervo, como alguien que lava pies, que toca leprosos, que abraza niños, que ora en el huerto con lágrimas.

El rostro de Dios se revela no en la distancia, sino en la cercanía humilde de Cristo. Y podemos preguntarnos, ¿por qué es tan importante recordar que Jesús es el rostro visible del Dios invisible? Bueno, porque no seguimos a un Dios lejano o abstracto. Seguimos a Jesús, que caminó en esta tierra y entiende lo que significa ser humano. Hebreos 4:15 nos recuerda que Él se compadece de nuestras debilidades.

Si Jesús es Dios, entonces Su muerte tiene poder para salvarnos y Su resurrección garantiza nuestra vida eterna. Cuando cantamos, oramos o leemos la Biblia, no adoramos a un concepto, sino a una persona viva y gloriosa: Jesucristo, Dios con nosotros. Si queremos saber cómo responder al dolor, cómo amar, cómo perdonar o cómo servir, podemos mirar a Cristo. Él es nuestro modelo y nuestro maestro.

Cada vez que abrimos la Biblia y vemos a Jesús en las páginas de los evangelios, cada vez que meditamos en Su obra en la cruz, cada vez que lo reconocemos en medio de nuestra vida cotidiana, estamos contemplando al Dios verdadero.

Querida hermana, tal vez hoy tu corazón está inquieto, tal vez sientas que necesitas pruebas del amor de Dios, o que quisieras verlo de una forma más tangible. Escucha las palabras de Jesús a Felipe y a nosotras: «El que me ha visto a Mí, ha visto al Padre» (Jn. 14:9).

En Jesús, el Dios eterno se dejó ver, tocar y oír. No tenemos un Salvador distante ni un padre escondido, lo tenemos a Él, cercano, vivo y real. Cuando contemplamos Su rostro en los evangelios, descubrimos que Dios no es inaccesible, sino accesible en Cristo; no es misterio, sino un Padre que se inclina con ternura hacia nosotras.

Por eso, no busques en otro lugar lo que ya tienes en Jesús. Cuando necesites consuelo, míralo en la cruz; cuando te falte esperanza, míralo resucitado; cuando dudes de tu valor, míralo amándote hasta la muerte.

Y mientras lo contemplas, recuerda: un día lo veremos cara a cara, sin velos ni sombras. Hasta entonces, fijemos nuestros ojos en Cristo, el rostro visible del Dios invisible, y adoremos con gratitud al Dios que decidió mostrarse en Jesús. 

Ayúdanos a llegar a otras

Como ministerio nos esforzamos por hacer publicaciones de calidad que te ayuden a caminar con Cristo. Si hoy la autora te ha ayudado o motivado, ¿considerarías hacer una donación para apoyar nuestro blog de Mujer Verdadera?

Donar $3

Sobre el autor

Valeria Arredondo

Valeria Arredondo originaria de la Ciudad de México, es licenciada en Derecho y tiene un Certificado Avanzado de estudios ministeriales por South Western Baptist Theological Seminary, actualmente ha comenzado el proceso de certificación de Consejería Bíblica por ACBC; tiene una … leer más …


Únete a la conversación