Recuerdo cuando tenía 21 años y comencé a trabajar por primera vez en una oficina. Fue un día muy difícil para mí porque, hasta ese momento, solo había trabajado de manera independiente desde la comodidad de mi hogar. De repente estaba en un lugar desconocido, rodeada de personas mucho mayores que yo, y como la más joven, me sentía intimidada por el ambiente laboral. En medio de esa incomodidad, un pensamiento extraño cruzó por mi mente: «Bueno, al menos mi cabello es el más bonito de todas las chicas aquí».
¿Y qué tenía eso que ver con la situación que estaba viviendo? Exacto…¡absolutamente nada! Y mi cabello no tenía nada que ver con el trabajo que tenía que hacer en aquella institución. Simplemente estaba buscando cualquier punto de comparación que me hiciera sentir un poco mejor en medio de ese momento incómodo. Ese recuerdo me hizo reflexionar en cómo, muchas veces, usamos la comparación como un recurso para sentirnos superiores, y cómo eso no hace más que revelar y alimentar el orgullo en nuestro corazón.
En la Biblia podemos encontrar una parábola de una persona que también usó la comparación para sentirse mejor o superior, en Lucas 18:9–14. Viendo este pasaje me gustaría que examinemos algunos puntos acerca de cómo, al compararnos de esta manera, afecta nuestra vida espiritual y revela motivaciones pecaminosas de nuestro corazón que a veces pasamos desapercibidas.
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Cuando nos comparamos para sentirnos superiores, terminamos despreciando a los demás.
En Lucas 18:9 leemos: «Dijo también Jesús esta parábola a unos que confiaban en sí mismos como justos, y despreciaban a los demás».
Antes de empezar el relato, el pasaje ya nos da un indicio de a quién va dirigida la parábola: a los que confiaban en sí mismos como justos y, como resultado, miraban a los demás por debajo. Cuando en mi corazón albergo pensamientos de superioridad con la excusa de «sentirme mejor», no solo me estoy elevando a mí, sino que inevitablemente eso me lleva a rebajar a otros.
Ahora bien, la frase «despreciaban a los demás» puede sonar muy fuerte, y quizás pensemos que no se refiere a nosotras. Pero el desprecio no siempre se ve en palabras hirientes o actitudes evidentes; muchas veces se esconde en pensamientos como: «Yo sí soy más disciplinada que ella», «Yo nunca haría lo que ella hizo», o «Yo no hablaría de esa forma». Cada vez que busco resaltar las faltas del otro, o encontrar una cualidad en la que yo «gano», estoy practicando el mismo desprecio del fariseo, solo que disfrazado.
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La comparación para sentirme superior revela un corazón que busca gloria propia y no la de Dios.
«El fariseo puesto en pie, oraba para sí de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros; ni aun como este recaudador de impuestos”». -Lucas 18:11
Aunque parecía estar orando, en realidad, el fariseo no estaba hablando con Dios, sino consigo mismo. Su «oración» era una lista de méritos con los que se sentía superior a los demás. En lugar de compararse con la perfecta santidad de Dios, escogió compararse con otras personas de su alrededor, y concluyó que era mejor. Eso muestra lo que realmente buscaba: no glorificar a Dios, sino exaltarse a sí mismo.
Fíjate en la cantidad de veces que el fariseo habla de sí mismo en solo un par de frases: «Te doy gracias porque no soy… ayuno… doy el diezmo…» (vv. 11–12). Esa insistencia en sus propios logros deja ver claramente el estado de su corazón: él quería brillar, ser reconocido, sentirse justo a sus propios ojos. Y aquí es donde podemos vernos reflejadas. Tal vez no decimos en voz alta: «Gracias Señor porque no soy como ella», pero sí hablamos de nosotras mismas en formas parecidas: «O sí soy más madura espiritualmente que esa chica de mi grupo», «Yo sí hago mi devocional todos los días» o «Al menos yo sí leo más la Biblia que otras».
Cada una de esas comparaciones revela lo mismo que el fariseo: un corazón que busca gloria propia. Y el gran problema es que compararnos con otros nos puede dar una sensación de justicia, pero no nos justifica delante de Dios. Solo la obra de Cristo en la cruz puede hacerlo.
Cuando nuestro corazón se llena de orgullo, usamos a las personas como «espejos» para sentirnos superiores; pero cuando nuestro corazón está centrado en Dios, usamos a Cristo como nuestro único estándar y reconocemos cuánto necesitamos de Su gracia.
Reconocer nuestra necesidad de gracia es más valioso que cualquier lista de logros.
En este pasaje también encontramos otro personaje del cual se nos dice:
«Pero el recaudador de impuestos, de pie y a cierta distancia, no quería ni siquiera alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, ten piedad de mí, pecador”. Les digo que este descendió a su casa justificado pero aquel no; porque todo el que se engrandece será humillado, pero el que se humilla será engrandecido». -Lucas 18:13-14
El recaudador de impuestos no llegó con méritos ni comparaciones; solo con una confesión sincera de su pecado y su necesidad de misericordia. Y esa fue precisamente la actitud que Dios honró.
Lo interesante es que muchas veces pensamos que la comparación en nuestra vida siempre se da en el otro extremo: nos sentimos menos, más pequeñas, insuficientes. Pero la verdad es que también caemos con frecuencia en esa que busca sentirse «un poquito mejor» que alguien más. Esto puede suceder en lo secreto de nuestros pensamientos, y casi sin darnos cuenta.
Por eso necesitamos pedirle a Dios que examine nuestro corazón, porque solo Él puede mostrarnos esas áreas escondidas de orgullo y darnos un espíritu humilde como el del recaudador de impuestos, que sabía que no tenía nada que ofrecerle a un Dios santo.
«Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis inquietudes. Y ve si hay en mí camino malo, y guíame en el camino eterno». -Salmo 139:23–24
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