Sirviendo con compasión en un mundo que sufre

Últimamente, he tenido la bendición de compartir con distintos grupos de mujeres, lo que me ha permitido ver, una y otra vez, el deseo de servir mejor a aquellas mujeres que están atravesando momentos difíciles: la pérdida de un bebé, una crisis matrimonial, un diagnóstico inesperado, la viudez, o incluso luchas espirituales y personales con el pecado.

En este año, Dios me ha dado la oportunidad de servir a mujeres en el país de Cuba, al proveerles material, recursos y mucho amor. Si algo he aprendido de estas mujeres es su contentamiento en medio de las situaciones difíciles. Sin embargo, la necesidad de empatía y compasión hacia ellas siguen siendo virtudes cristianas a poner en práctica.

Muchas veces, cuando no hemos pasado por lo mismo, no sabemos qué decir ni cómo acompañarlas, o no sabemos cómo consolarlas en su dolor, y eso nos hace alejarnos. Nos sentimos incapaces y la inseguridad nos paraliza, creyendo que no tenemos nada útil que ofrecer. Con estas preciosas mujeres yo aprendí que no se trata de conocimiento, sino de reflejar el amor de Cristo, quien se compadeció de nosotras.

Pero, ¿cómo crecemos en compasión cuando no compartimos la misma experiencia? La realidad es que, si dependiéramos de nosotras mismas y nuestras propias capacidades, nunca estaríamos realmente preparadas; pero Dios no nos ha dejado solas, y Su Palabra nos muestra un camino más excelente: un corazón compasivo como el de Cristo.

La compasión como virtud cristiana

La Biblia nos llama a imitar el corazón del Señor hacia otras. Al colocarnos en el lugar del otro o identificarnos con el sentir de la otra persona, mostramos empatía, como dice 1 Pedro 3:8, «ser de un mismo sentir». Esto nos lleva a la acción: la compasión como virtud cristiana. Colosenses 3:12 dice: «Entonces, ustedes como escogidos de Dios, santos y amados, revístanse de tierna compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia». 

La compasión implica tomar la actitud del Señor en amar al otro, acompañar y guiar al otro en su sufrimiento, reconociendo que todos sufrimos y nos necesitamos; esto nos lleva a responder en misericordia y verdad, nos lleva a la acción de tender una mano firme que ayuda. Las personas no son «casos», sino seres amados por Dios; por lo tanto, acudimos a Él, quien es la fuente de compasión. 

La Palabra nos muestra que Dios es compasivo hacia nosotras. El Salmo 103:13-14 dice: 

«Como un padre se compadece de sus hijos,

Así se compadece el Señor de los que le temen.

Porque Él sabe de qué estamos hechos,

Se acuerda de que solo somos polvo».

Por eso, podemos ser compasivas hacia nuestras hermanas porque hemos probado Su compasión.

Cristo es compasivo

La compasión nos asemeja a Cristo (Fil. 2:1-5). Él reflejó esta compasión de manera constante durante Su ministerio. Él no solo vino a enseñar y sanar como un deber, lo hacía porque le movía la compasión por aquellos que sufrían. En Mateo 9:36, leemos que Jesús, al ver a las multitudes, «tuvo compasión de ellas, porque estaban angustiadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor».

Vemos Su compasión cuando Él se detiene a sanar al leproso en Mateo 8:2-3; cuando perdonó al paralítico incluso antes de que hablara en Mateo 9:2; cuando lloró por Jerusalén, pues conocía su pecado en Lucas 19:41, y lloró también por la muerte de su amigo Lázaro, aun cuando sabía que lo resucitaría en Juan 11:35. A la viuda de Naín le tuvo compasión no solo consolándola, sino que interrumpió el cortejo fúnebre y devolvió la vida a su hijo en Lucas 7:11–16.

Jesús no era indiferente a las personas que venían a Él y que Él veía. Su compasión lo movía a actuar, y en medio de ello, Él presentaba la verdad de quién es Dios, compartía Su mensaje de redención y restauración para cada uno de ellos. Jesús se compungía por las personas, Sus sentimientos eran genuinos y actuaba según la necesidad del momento. 

Su compasión brotaba de una ternura profunda, como lo explica el autor Dane Ortlund en su libro: Manso y Humilde: «Incluso cuando Dios habla del juicio, lo hace desde un corazón que anhela la restauración antes que el castigo».

Compadecerse no es tener lástima, es amar profundamente. Es llorar con quien llora, escuchar con el corazón, actuar cuando se necesita. Jesús mismo veía a cada persona, aunque no siempre lo hacía de la misma manera: a veces hablaba, a veces callaba; a veces sanaba y otras veces solo les enseñaba. Pero siempre actuaba desde el amor. Y si Jesús es nuestro máximo ejemplo de compasión, como Sus discípulas, debemos seguirlo.

Y nosotras, ¿cómo mostramos compasión?

Quizá te preguntes: ¿podemos tener un corazón así? Por supuesto, pero no hay atajo. La compasión no nace de nosotras, solo crecerá cuando la Palabra de Cristo habita en abundancia en nuestro corazón (Col. 3:16) y miramos a Cristo.

De esa manera, no veremos a las personas como problemas a resolver, sino como hermanas que necesitan de la gracia y misericordia de Dios, como Sus hijas amadas. Esto cambiará nuestra forma de amarlas. 

Cuando queremos ayudar a otras mujeres, debemos aprender a verlas cómo Dios las ve. No las vemos solo en sus luchas externas, sino también en sus batallas internas: tentaciones, pecado, vergüenza y dolor. 

Jesús trataba a cada persona con amor y verdad porque conocía a fondo su necesidad espiritual y emocional; Él sabía lo que necesitaban, y actuaba. Nosotras lo sabemos por lo que dice la Palabra revelada en Cristo…lo que padece el corazón, la Palabra lo dice; lo que viviremos en este mundo, la Palabra lo dice; las tentaciones y los engaños del enemigo, la Palabra lo dice. 

La compasión debe reflejarse en todas nuestras relaciones: acompañamos, caminamos con ellas, nos dolemos con ellas, las llevamos con paciencia a la verdad de la Palabra de Dios, para que esa verdad sea viva y real en su vida. Y como el llamado a la compasión no es opcional en la vida cristiana, sino una evidencia del carácter de Cristo en nosotras, no damos consejos superficiales. 

En el libro de Colosenses 3, versículos del 9-16, vemos que solo creceremos en compasión si:

  • Nos despojamos del viejo hombre (no podemos vestirnos de compasión, bondad y humildad encima del viejo hombre).
  • Nos revestimos del carácter de Cristo.
  • Dejamos que Su Palabra habite en nosotras en abundancia.
  • Vemos a los demás como Dios los ve y oramos por tener un corazón tierno.
  • Escuchamos con atención. A veces no se trata solo de hablar, sino de estar.
  • Recordamos cómo Él nos mira: con compasión, gracia y ternura. Su misericordia nos capacita para extenderla a otras.

Solo así podremos hacerlo, no tenemos que hacerlo solas ni en nuestras propias fuerzas. 

La compasión en el evangelismo

Jonás es otro ejemplo, o «antiejemplo». Él sabía teológicamente que Dios era compasivo, pero él no tenía ese mismo corazón hacia sus enemigos. Jonás conocía a Dios, sabía que era lento para la ira y grande en misericordia, pero, aun así, y por eso mismo, huyó del llamado de predicar a Nínive. Su teología era correcta, pero su corazón no reflejaba a Dios. No vio a los ninivitas como Dios los veía; más bien los despreció, e incurrió en desobediencia.

Esto nos lleva a una pregunta: ¿Me preocupa el destino eterno de quienes me rodean? ¿Siento compasión práctica y activa por quienes no conocen a Cristo y están sufriendo o están en necesidad?

Es el Espíritu de Dios que vive en nosotras, quien nos capacita y nos guía, quien nos dará entonces una compasión genuina, sazonará nuestras palabras con verdad y nos guiará a actuar, de modo que nuestras acciones reflejen el mismo corazón de Cristo para la gloria de Dios. Esto es lo que viví en Cuba y espero seguir experimentando. Te animo a que veas a tu alrededor, siempre hay alguien que necesita escuchar el evangelio de nuestro Señor.

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Sobre el autor

Myrna Ortiz

Myrna es de la Ciudad de México, donde también reside y ha sido testigo de lo que el Señor hace en esa gran y concurrida ciudad. A través del servicio a las mujeres en su iglesia local, Myrna aprendió a … leer más …


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