Regresaba de las apresuradas compras matutinas, enojada por el panorama del día que comenzaba a demandar más de lo que estaba dispuesta a entregar.
Desde adentro de mi auto, esperaba el verde del semáforo mientras veía pasar muchos, muchos autos, tráfico pesado que anunciaba días congestionados en las calles de la ciudad. Desde la ventanilla alcancé a ver un embotellamiento justo en la calle donde debía dar vuelta. Suspiré con fastidio, tratando de encontrar rutas alternas.
Nada.
Así que avancé unos metros, con desgano y resignación, rumiando las quejas del día, los caprichos del corazón, las razones para el egoísmo, mientras desde mi auto veía cómo los vehículos esquivaban el centro de la calle, y continuaban su camino.
Sin alcanzar a entender el motivo de esas desviaciones, avancé hacia ahí, bajé la velocidad, miré a la izquierda, y lloré.
En medio de la calle, había una minúscula zarigüeya, chiquitita, chiquitita. En mi ciudad, la zarigüeya o zorro, es un animal indeseable y de poca belleza, parece un gran ratón mojado, y no son pocos los que le tienen asco. Y yo veía uno así, a través de mi ventana, un animalito paralizado por el miedo; el pequeño marsupial permanecía en medio de los carriles de circulación, mientras los vehículos pasaban rápidos, indolentes, amenazantes. Pasé lo suficientemente cerca para ver —o imaginar, quizá— el temblor que la sacudía y unas manos, compasivas y protectoras, que con firmeza detenían el tránsito, para recoger con delicadeza, amor y cuidado, al indefenso animalito.
Y me salieron lágrimas y lágrimas y lágrimas. Yo, detrás del volante, escuchando el claxon de los apurados autos detrás de mí, agradecía la providencia de Dios a mi vida al mirar lo que acababa de suceder.
Verás, un día yo fui como esa zarigüeya. Peor que ella, porque ese animal no pecó de la manera en que yo lo hice, pero sí me paralicé. Me sentí acorralada, atrapada, paralizada y todo lo que terminé en «ada», como condenada, despreciada, inutilizada. Sin saber hacia dónde moverme que no doliera, la vida pasaba rápido y cruel a mi lado. Y nadie se detenía.
Hasta que Cristo lo hizo. Hasta que mi Señor, dueño de todas las misericordias, Dios de toda consolación, abundante en gracia, me miró con compasión y extendió Su mano de perdón a mi vida.
Dice Su Palabra:
«¿O no saben que los injustos no heredarán el reino de Dios? No se dejen engañar: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los difamadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios». -1 Corintios 6:9-10
Vaya lista, ¿verdad? Puede que nos asuste leerla. Hace algún tiempo fui parte de este selecto grupo. Viviendo sin arrepentimiento. Engañada y dando vueltas en el lodo de mi soberbia y autocompasión, sin saber del verdadero Dios.
Pero el verso 11 me recuerda: «Erais. Eran. Fueron». Tiempo pasado. Dejado atrás.
«Y esto eran algunos de ustedes; pero fueron lavados, pero fueron santificados, pero fueron justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (v.11).
Pero fueron lavados por la preciosa, poderosa y eficaz y santísima sangre del Cordero, el único digno de tal lavamiento.
Pero fueron santificados, limpios. Por gracia arrepentidos, por gracia perdonados, pero con el llamado a permanecer en limpieza continua, en santificación diaria, apartándonos del mal y dando la buena batalla en la vida diaria que honra, agradecidas, al Señor que nos salvó. No siempre vencemos, porque nos gana la carne, pero Su Espíritu Santo nos llama a regresar y buscar esa santificación. Seguir.
Pero fueron justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios. Justo solo uno: Cristo. Pero como Su amor nos ha llamado, también la Escritura nos llama justificados. Por el inexplicable, inmerecido e incomprensible amor de Cristo en la cruz, y viéndonos a través del Hijo, Dios nos dice: «Estás libre de castigo».
Asombroso. Jesús me rescató.
Él te rescató. No corrió peligro relativo como la chica que rescató a esa zarigüeya, sino que Él dejó Su trono, Su vida de gloria, por nosotras, las indeseables, por todos los pecadores arrepentidos y restaurados por Su gracia, a los cuales amó.
Y por eso lloré. Y por eso lloro de nuevo. Porque Su entrañable misericordia llega como golpe a mis egoístas entrañas, y sorprende mi duro corazón quejoso, y me libera al mundo para que yo, como muchas, vayamos por la vida, así, sorprendidas por Su amor, y vestidas de Su gracia.
«Grandes cosas ha hecho el Señor con nosotros; estamos alegres». -Salmos 126:3
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