Había una vez una joven que se enamoró y se casó felizmente. Poco después, su marido se casó con otra mujer, eso no le parecía bien, pero otras familias que conocía tenían una situación similar. Pronto la otra esposa empezó a tener hijos, pero ella no. La amargura empezó a sembrarse y a echar raíces. Después empezó a ser acosada por la otra esposa, lo que provocó que agravara la situación. Su marido no podía entenderla y le hacía regalos adicionales para demostrarle cuánto la amaba y cuidaba de ella, pero eso no llenaba el anhelo profundo en su corazón. Las cosas no estaban saliendo como ella quería.
¿Te suena esta historia? Tal vez no sea exactamente tu historia, pero tiene algunas similitudes, ¿verdad? Es un resumen de la vida de Ana, la madre del profeta Samuel (lee 1 Sam. 1).
El ideal de Ana no estaba resultando como ella esperaba. No conseguía quedar embarazada y en aquella época era costumbre tomar otra esposa para tener hijos; por favor nota que nunca hay un mandato de Dios para hacer esto aunque era aceptado entre el pueblo de Israel. Encima de tener que compartir a su marido, la otra esposa empezó a tener hijos y no perdía oportunidad de hacerla sentir menos.
A pesar de todas estas dificultades, Ana decidió rendirse. Fue con su marido al templo y allí oró a Dios. No se trataba de una oración repetitiva o rutinaria, sino de una oración quebrantada y humilde; fue honesta y cruda, reconoció su lugar a la luz del poder de Dios. Era su sierva.
Después de su oración, nada había cambiado en su vida; sin embargo, Ana creyó en la bendición del sacerdote Elí y se alegró de la promesa ( ver 1 Samuel 1:17).
Al seguir leyendo el capítulo, verás que el Señor abrió el vientre de Ana y dio a luz un hijo que fue el profeta Samuel. Fiel a su voto, Ana se rindió de nuevo, devolviendo a Samuel al Señor en cuanto fue destetado.
Rendición. Una y otra vez, esa fue la postura de Ana. Primero en su oración, luego en su promesa, y de nuevo en su cumplimiento.
¿Estás casada con el hombre de tus sueños o tu espera ya ha sido muy larga? ¿Has luchado con los celos al ver a otros matrimonios o familias vivir la vida que tú anhelas?
El matrimonio y la maternidad suelen comenzar con sueños de romance, dulces abrazos de bebé, vidas unidas y alegría. Y aunque esos momentos son reales y hermosos, la realidad más profunda es la siguiente: tanto el matrimonio como la maternidad son fuegos refinadores; son lugares donde Dios nos invita a rendirnos, a dejar de lado nuestras expectativas y confiarle cada detalle.
Los padres que entregan sus hijos a Dios son un tema que se entreteje a lo largo de las Escrituras. Pensemos en Abraham con Isaac, en Jocabed colocando a Moisés en una cesta, o en María viendo a su hijo en la cruz. Confiar a Dios a nuestros hijos no es fácil, pero es esencial. Igual que confiarle nuestro matrimonio, nuestro futuro, nuestro dolor y nuestra alegría.
La historia de Ana es un hermoso ejemplo de fe rendida. Abandonó el control, ofreció sus deseos a Dios y le confió lo que más le importaba. Su historia nos recuerda que rendirse no es debilidad, es la forma en que vivimos como mujeres de Dios. Quebrantadas, humildes y libres.
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