Escrito por: Elisha Galotti
En un mundo roto donde los accidentes forman parte de la experiencia común, muchas de nosotras hemos vivido alguna versión de estos terribles momentos: sirenas que suenan como una alerta mientras las luces de los vehículos de emergencia iluminan una escena cruda de coches desechos y vidrios rotos. En medio de los escombros, solo una cosa importa.
Qué gracia tan inmensa cuando, en lugar de un silencio desgarrador, escuchamos palabras de vida: «Estoy bien. El coche está destrozado, pero estoy bien». Un profundo alivio, lágrimas de gratitud y entonces, la respuesta inevitable: «¿A quién le importa el coche? Tú estás bien, es lo único que importa».
Esta escena es más fácil de imaginar, incluso de recordar si hemos pasado por algo similar: momentos reales grabados en nuestra memoria; las emociones intensas y el peligro inminente hacen que los detalles menores se desvanezcan, y que «una sola cosa» se convierta en el único enfoque.
Hay un tipo de escombros de otra naturaleza que, al igual que los mencionados antes, cada una de nosotras puede imaginar con demasiada facilidad. Los detalles varían de persona a persona, pero el escenario es el mismo para todas: un desastre no de autos ni de vidrios, sino de corazón y alma; escombros causados por nuestro pecado.
Leemos las palabras del Salmo 51:3 y podemos escuchar el clamor de un hombre cuyo pecado causó una ruina total; sus palabras nos persiguen, porque también son nuestras palabras: «Porque yo reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí».
Para la mayoría de nosotras, el pecado en nuestras vidas no es tan dramático como el asesinato y el adulterio que describe el rey David en el Salmo 51, pero una madre que ha sido iracunda, dura y carente de gracia con sus pequeños siente igualmente la ruina de su pecado. Las palabras de confesión resuenan como una dolorosa repetición: «Porque yo reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí».
El pecado es violentamente poderoso. El pecado busca destruir, en Génesis 4:7 leemos que el pecado está a la puerta, al acecho y su deseo es dominarnos. Nuestro pecado trae destrucción y, a veces, en medio de los escombros, surge un «único enfoque» equivocado y engañoso; a veces, todo lo que vemos es nuestro fracaso, nuestra mancha, nuestra culpa, nuestro quebranto, a nosotras mismas. Vemos nuestra fealdad y la ruina causada por nuestro pecado, y nos preguntamos si Dios nos ha dado la espalda, si ha dejado de amarnos, si nos ha echado de Su presencia.
Buscamos pruebas del amor de Dios, pero todo lo que vemos es evidencia de nuestro pecado. En medio de los escombros, se nos olvida levantar la mirada por encima de los restos rotos.
Olvidamos levantar la mirada
Como el rey David, cuando vemos la mancha roja de nuestro pecado, es la misericordia de Dios la que nos alcanza, porque la canción de arrepentimiento y esperanza solo puede cantarse después de la canción de lamento. Pero no es al daño ni a los escombros donde debe quedar fija nuestra mirada; no, estamos llamadas a mirar hacia arriba y ver «la única cosa» que importa más que cualquier otra, más que nuestro pecado, más que toda la fragilidad que nos rodea.
Estamos llamadas a levantar la mirada y ver las vigas de madera; a levantarla y recordarlo a Él; a levantarla con esperanza viva y contemplar la cruz teñida por la sangre de nuestro Redentor.
«Cuando he caído en tentación y al sentir condenación, al ver al cielo encontraré el inocente quien murió». ¿Lo ves allí? ¿Incluso en medio de los escombros, estás mirando hacia arriba? ¿Estás levantando tu mirada hacia la cruz?
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