Escritora invitada: Leanna Shepard
Era un día invernal de febrero, mientras cruzaba a toda prisa el estacionamiento de la iglesia, ansiosa por comenzar la conferencia de consejería bíblica de una semana. Entré al edificio con el deseo genuino de aprender a ayudar y consolar a los demás, pero de alguna forma, olvidando que tal vez mi propio corazón necesitaba ayuda.
La primera sesión fue un tema que me daba confianza. Aun así, tomé muchas notas... ¡Para poder compartir lo aprendido con mis amigas que estaban en apuros en casa, claro! Pero a medida que la expositora profundizaba en el tema, poco a poco me di cuenta de lo incómodo que era, ya que yo misma iba encajando en sus descripciones.
Había estado viviendo bajo la ilusión de ser mejor que las demás al centrarme en las áreas en las que no tenía dificultades (o eso creía yo), fallando en ver el orgullo que era mayor que mi supuesto éxito. Afortunadamente, mi buen Padre no me dejó en esa terrible condición. Me recordó algo aún mayor que mi horrible orgullo: Su hermosa gracia.
De esto trata la buena noticia: de llegar a un reconocimiento pleno y aterrador de tu pecado, pero encontrar en Jesucristo la gloriosa comprensión de que Su gracia es suficiente para cubrirlo.
Un corazón manchado de orgullo
La Biblia no nos deja con la duda sobre qué piensa Dios de nuestro orgullo. Si bien existen docenas de pasajes en el Nuevo Testamento que podríamos consultar sobre el orgullo y la humildad, hay dos pasajes específicos que abordan tanto los peligros del orgullo como el favor que Dios concede a los humildes. El primero está en Santiago 4: «Pero Él da mayor gracia. Por eso dice: “Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes”. Por tanto, sométanse a Dios. Resistan, pues, al diablo y huirá de ustedes. Acérquense a Dios, y Él se acercará a ustedes…Humíllense en la presencia del Señor y Él los exaltará» (vv. 6-8, 10).
De manera similar, en 1 Pedro leemos: «Y todos, revístanse de humildad en su trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios, pero da gracia a los humildes.Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que Él los exalte a su debido tiempo, echando toda su ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de ustedes» (5:5–7).
Al leer una afirmación como «Dios se resiste a los soberbios» debería hacernos reflexionar antes de justificar nuestra arrogancia y egoísmo. No es un simple defecto de carácter. Nuestro orgullo es una grave ofensa contra un Dios justo. Nos convierte en ladronas de gloria contra nuestro Creador.
Pero, afortunadamente, nuestro Dios no solo es santo, sino también misericordioso. La advertencia contra los orgullosos es seguida milagrosamente por una invitación a los humildes a acercarse. Imagínate: ¡El Dios del universo te espera con los brazos abiertos para abrazarte, porque se preocupa por ti! Esta gloriosa realidad de ser recibida y aceptada por Dios es tuya a través de Jesús. Por nuestra cuenta, ninguna de nosotras podrá librarse de la etiqueta de «ladrona de gloria». Nunca seremos justas ni humildes. Solo mediante la vida perfecta y la muerte expiatoria del Hijo, somos revestidas de humildad por el Espíritu y podemos acercarnos al Padre.
Una vida marcada por la humildad
Unos capítulos antes, en 1 Pedro, leemos sobre el ejemplo perfecto de Jesús de una vida verdaderamente humilde, quien aún, incluso en medio de la traición, la tortura y la muerte, «No cometió pecado, ni engaño alguno se halló en Su boca; y quien cuando lo ultrajaban, no respondía ultrajando. Cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a Aquel que juzga con justicia» (2:22-23).
Este pasaje y otros similares (me viene a la mente Filipenses 2) describen a Jesús como un hombre caracterizado por la humildad, que jamás buscó Su propio beneficio y se entregó por completo a la voluntad de su Padre. Él, que nunca pecó, vino a cargar con nuestros pecados «a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia» (1 Pe. 2:24). Como dice este himno:
«Y por su muerte el Salvador
Ya mi pecado perdonó
Pues Dios, el justo, aceptó
Su sacrificio hecho por mí».
Cuando tu pecado eleva tus pensamientos a alturas desvergonzadas o sumerge tu espíritu a profundidades llenas de vergüenza, recuerda y da gracias por la cruz y lo que representa: el perdón de tu pecado, el intercambio de tu registro de culpa por el registro perfecto de Cristo, la gracia de caminar en la verdad y la luz, la promesa de paz, comunión y unidad con el Padre.
Un corazón completamente rendido
¿El orgullo te impide crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor? ¿Necesitas un nuevo encuentro con Dios? ¿Estás dispuesta a examinar tu corazón y arrepentirte de cualquier orgullo que le robe la gloria a Dios?
A continuación, presentamos una lista resumida del libro «Quebrantamiento: el Corazón avivado por Dios» de Nancy DeMoss Wolgemuth, que contrasta las características de una persona orgullosa y una persona quebrantada (o humilde). Usa esta lista como guía para un momento de oración y confesión, recordando que no hay lugar para el orgullo en un corazón plenamente entregado a Dios.
- Las personas orgullosas se centran en las faltas de los demás y pueden señalar fácilmente esas faltas.
- Las personas quebrantadas son más conscientes de su propia necesidad espiritual que la de los demás.
- Las personas orgullosas tienen un espíritu crítico y buscador de defectos. Miran los defectos de los demás con un microscopio, pero los suyos propios con un telescopio.
- Las personas quebrantadas son compasivas; tienen el tipo de amor que pasa por alto una multitud de pecados; pueden perdonar mucho porque saben cuánto han sido perdonadas.
- Las personas orgullosas tienen un espíritu independiente y autosuficiente.
- Las personas quebrantadas tienen un espíritu dependiente; reconocen su necesidad de Dios y de los demás.
- Las personas orgullosas tienen que demostrar que tienen razón, tienen que tener la última palabra.
- Las personas quebrantadas están dispuestas a ceder el derecho a tener razón.
- Las personas orgullosas protegen su tiempo, sus derechos y su reputación.
- Las personas quebrantadas son abnegadas y sacrificadas.
- Las personas orgullosas desean que se reconozcan y aprecien sus esfuerzos.
- Las personas quebrantadas se sienten indignas de sí mismas; les emociona que Dios las utilice.
- Las personas orgullosas son acomplejadas; les preocupa lo que los demás piensen de ellas.
- A las personas quebrantadas no les preocupa lo que los demás piensen de ellas.
- Las personas orgullosas se preocupan por parecer respetables; les mueve proteger su imagen y su reputación.
- Las personas quebrantadas se preocupan por ser auténticas; les importa menos lo que piensen los demás que lo que Dios sabe, están dispuestas a morir a su propia reputación.
- A la gente orgullosa le cuesta decir: «Me equivoqué; ¿me perdonas, por favor?».
- Las personas quebrantadas admiten rápidamente su fracaso y buscan el perdón cuando es necesario.
- Las personas orgullosas se preocupan por las consecuencias de su pecado.
- Las personas quebrantadas se afligen por la causa, la raíz de su pecado.
- La gente orgullosa no cree que necesite arrepentirse de nada.
- Las personas quebrantadas se dan cuenta de que necesitan mantener una actitud continua de arrepentimiento en el corazón.
- Las personas orgullosas no creen que necesiten un avivamiento, pero están seguras de que los demás sí.
- Las personas quebrantadas sienten continuamente la necesidad de un nuevo encuentro con Dios y de una nueva llenura de su Espíritu Santo.
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