Escritora invitada: Michele Leach
Con el asiento del copiloto vacío, iba sentada detrás de mi esposo en ese primer trayecto a casa desde el hospital, llevando nuestro precioso y nuevo «cargamento». Mientras avanzábamos, sentí cómo mil temores invadían mi mente: la presión por encontrar la fórmula perfecta de organizar horarios, pañales, lactancia y baños para ser considerada una «buena mamá».
Meses antes, había hecho una lista que incluía un monitor de video, calcetines que detectaran los niveles de oxígeno, bodies de algodón orgánico, y el Cadillac de las carreolas—todo lo que otras mamás más experimentadas consideraban «indispensable». Mi corazón se aferraba con fuerza a ese sueño de tener una casa llena de esenciales para bebés, en la que podía tener el control y sentirme exitosa como madre.
Cuidar de nuestra primera hija me pareció fácil. Pronto se acostumbró a una rutina y nos daba largas horas de sueño. Era feliz y alcanzaba todos los estándares del desarrollo. Todo lo que hacíamos parecía estar bien, y nuestra inexperiencia como padres se sentía bajo control. Poco a poco, una tranquila autosuficiencia comenzó a instalarse y a construir un nido en mi alma. Ese nido creció y se volvió cada vez más cómodo durante el siguiente año. Aunque en ese momento no lo sabía, necesitaba desesperadamente que el Señor abriera mis manos y me enseñara a confiarle a mis hijos. Y Él lo haría.
La batalla interior
Cuando nació nuestra segunda hija con un diagnóstico genético raro, por primera vez sentí que todo estaba fuera de mi control. El miedo y la ansiedad salieron a la superficie, después de haber permanecido dormidos durante treinta años, mientras la vida había transcurrido «según lo planeado». En Su tiempo perfecto, el Señor preparó un regalo que iba a pulir y purificar mi corazón. La llamamos Blair.
Gracias a Dios, mi mamá era quien conducía cuando finalmente comencé a soltar el control. Estábamos en nuestro trayecto diario a la ciudad para visitar a Blair, que estuvo hospitalizada durante semanas tras una cirugía mayor de corazón justo después de nacer. De pronto, sentí como si la temperatura del auto subiera a cien grados y un elefante se negara a levantar su pata trasera de mi pecho. Me invadió el pánico mientras los recuerdos de los últimos días en el hospital se agolpaban en mi mente.
Esa experiencia marcó el inicio de una intensa batalla con la ansiedad. Con el tiempo, el Señor me condujo con ternura a la historia de Ana. Después de que esta mujer, antes estéril, destetó a su tan esperado hijo, adoró diciendo: «Yo también lo he dedicado al Señor. Todos los días de su vida estará dedicado al Señor» (1 Sam. 1:28). Necesitaba gracia para hacer mía esa oración.
Confiando en Dios en medio de la oscuridad
Cuando por fin llevamos a Blair a casa después de haber estado hospitalizada, tropezábamos con los largos cables conectados a su cuerpo. Las alarmas de los monitores sonaban si su ritmo cardíaco, nivel de oxígeno o respiración, salían del rango normal. Al llegar la hora de dormir, la cambiábamos, luchábamos por alimentarla con biberón y la arropábamos bien. Al colocarla en su cuna y darle un beso de buenas noches, orábamos por ella—confiándosela al Señor.
Cada noche orábamos, y cada mañana Él se mostraba fiel. Esta práctica diaria se convirtió poco a poco en una conversación constante con Jesús. Oraba cada vez que la alimentaba, confiando en que Él la haría crecer a pesar de sus vómitos crónicos; oraba cada vez que su carita se tornaba a un azul pálido, confiando en que Él devolvería el aliento a sus pulmones; oraba cada día por su desarrollo, pidiendo que Dios hiciera lo que yo no podía hacer.
Con el tiempo, Dios sembró en mí la convicción de que solo Él podía responder esas súplicas. Cuanto más indefensa me sentía, más crecía mi confianza en Él. Al verlo darle vida a los pulmones de Blair, me recordaba que también es Él quien da vida y aliento a cada uno de mis hijos. Me estaba enseñando a tener un corazón como el de Ana.
Estos momentos ocupan un lugar especial en mi memoria porque nos vimos forzados a ejercer nuestra confianza en el único que podía mantenerla respirando y con el corazón latiendo. Aunque los monitores sonaban, no había nada que pudiéramos hacer para mantenerla viva. El Señor me mostraba con paciencia que Él es quien sostiene cada aliento de Blair.
Fe para el futuro
El miedo y la ansiedad aún me tientan. En esta etapa de la vida, mis súplicas diarias son por protección contra el virus estomacal en el preescolar y seguridad en el autobús escolar. Me siento desesperada por orar por sabiduría para los maestros y terapeutas. Cuando me doy cuenta de que no tengo control sobre el comportamiento de mis otros tres hijos, le ruego al Señor que ablande sus corazones.
Me humilla cuando Él me recuerda que soy una criatura dependiente. Él es Dios, y yo no. Me dio a estos hijos como un regalo—no para poseerlos, sino para administrarlos con fidelidad. Al final, son Suyos y debo entregárselos cada día. La oración constante me libera de los pensamientos paralizantes de que cada decisión que tomo tiene consecuencias eternas. Tengo esperanza, a pesar de mis fallas.
En esta temporada, dos verdades han anclado mi alma: Jesús ama a mis hijos infinitamente más de lo que yo los amo, y Él puede cuidarlos infinitamente mejor de lo que yo jamás podría. Ha profundizado mi vida de oración y mi dependencia de Él por cada uno de mis hijos, sin importar su condición física o intelectual. Confío en que lo que me está enseñando en estos años fortalecerá mi fe para el futuro.
Criar hijos es difícil. Desde la infancia hasta la adultez, como padres tenemos una carga única por ellos: deseamos verlos florecer y sufrimos con ellos en sus luchas. ¿Qué significa entregarlos al Señor? Oración. Una conversación continua con Yahveh, el único Dios verdadero que se ha dado a conocer a través de Su Hijo, Jesús. Necesitamos la humildad para admitir que no podemos controlar ni su corazón ni su salud.
Ya sea que tus hijos caminen cerca de Jesús o estén en rebeldía, que estén en una cuna junto a tu cama o sean adultos criando a sus propios hijos, que tengan condiciones médicas complejas o estén alcanzando grandes logros; sin importar dónde los tenga el Señor, como Ana, entreguémoslos nuevamente a Él en oración.
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