Tengo un helecho desde hace más de veinticinco años. Es una planta que amo, exótica en su crecimiento, desbordante de hojas largas verdes y frondosas, una consoladora frescura en tiempos de calor extenuante, y justo ahora, el refugio de mi alma al verlo como recordatorio de esperanza.
Lo he movido de lugar muchas veces, y la planta se ha resentido y reaccionado a mis impulsos. El más reciente, y necio, fue perder la fatigosa costumbre de regarlo poco, pero a diario. Así que le coloqué el chorro de la manguera hasta que desbordara. Y eso hizo.
Se inundó y se pudrió. ¡Lo ahogué!
El verde insólito de sus hojas comenzó a desaparecer y el piso del frente de mi casa se llenó con los retazos amarillos y cafés que revelaban la decadencia de mi planta. Han sido meses en los que he visto el doloroso declive. El despoblado deterioro de su vida verde, varas secas llenando la gran maceta; su esplendor era cosa pasada. Me llené de impotencia y culpa y me rendí resignada a ver su muerte.
Pero Dios me ha permitido verlo renacer de la debacle. (Me gusta saber el significado exacto de las palabras, sobre todo de aquellas que no uso con frecuencia) Y te cuento qué significa debacle: desastre que produce mucho desorden y desconcierto, especialmente como final de un proceso.
Oh querida, la vida cristiana se parece mucho a la de mi adolorido helecho. A veces somos ese árbol frondoso y verde, pero otras más somos ese páramo seco y árido donde parece que nada avanza, y esa es la santificación. ¿Y no es así como nos sentimos cuando las cosas van de mal en peor? ¿Dónde está Dios en este ahogo de dolores, problemas, enfermedades? Cuando el desorden en nuestra familia, relaciones, economía, estalla sin previo aviso, ¿dónde acaba la frescura de nuestra fe? ¿Cómo nos reponemos de los afanes de este mundo que sabotean nuestra confianza en Dios?
Es fácil alabar y buscar a Dios en tiempos buenos, y aun así no lo hacemos porque nuestro corazón se embelesa con los ritmos pacíficos que da la comodidad, el bienestar, la salud, la economía fluyendo. Se nos olvida que quien gobierna nuestra vida está a cargo. Que como elegidas por el Salvador, tenemos un dueño y amo que no pierde de vista, ni por un segundo, el curso y crecimiento de nuestra vida.
Pero las crisis sirven para crecer y el sufrimiento es un buen altar para adorar a Dios. Y no se trata de masoquismo, nada más lejano. Se trata de adoración en tiempos de prueba y creo que es cuando más sincera, real y entregada es nuestra alabanza al Único Digno.
Pero ¿qué hacer en tiempos malos? ¿Cómo sobrevivir a estos tiempos convulsos y de muchas tormentas?
«Sean firmes y valientes, no teman ni se aterroricen ante ellos, porque el Señor tu Dios es el que va contigo; no te dejará ni te desamparará». -Deuteronomio 31:6
«El Señor irá delante de ti; Él estará contigo, no te dejará ni te desamparará; no temas ni te acobardes». -Deuteronomio 31:8
¡Oh sí! Los dardos son afilados y muchos. Duelen, cansan, buscan rompernos en nuestra fuga desesperada en pos de alivio, pero mi Señor va delante y toda Su sabiduría me defiende.
«Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estás conmigo; Tu vara y Tu cayado me infunden aliento». -Salmo 23:4
Nada nos sucede fuera de la soberanía de Dios, nada. Ni siquiera cuando los resultados son adversos a mis deseos, cuando duelen, sufro y no los quiero; aun así, Dios es bueno.
«Por eso, que todo santo ore a Ti en el tiempo en que puedas ser hallado; ciertamente, en la inundación de muchas aguas, no llegarán estas a él». -Salmo 32:6
Aquí en este mundo, nada es para siempre; ni lo malo, ni lo bueno. Orar es un privilegio que tenemos por la sangre de Cristo, que nos permite acercarnos al trono de gracia; pero orar cuando estamos rebasadas por aflicciones e inundadas de temores, nos da una dimensión real de las situaciones. Orar al Dios Soberano nos consuela y nos permite saber que todas nuestras calamidades y debacles son útiles; tienen un propósito bueno en nosotras y pueden ser vividas para gloria de Dios.
«Porque Tú nos has probado, oh Dios; nos has refinado como se refina la plata. Nos metiste en la red; carga pesada pusiste sobre nuestros lomos. Hiciste cabalgar hombres sobre nuestras cabezas; pasamos por el fuego y por el agua, pero Tú nos sacaste a un lugar de abundancia». -Salmo 66:10-12
«Un lugar de abundancia». Ese lugar es el reposo en el Señor, ese lugar es Su gracia, ese lugar es Su trono de sabiduría, amor y consuelo.
Jesús, el único mediador entre Dios y los hombres, es el lugar donde el Padre nos saca de nuestras miserias reales causadas por nuestro pecado, y aunque pasamos por grandes pruebas, por fuego y agua, Él es la roca en donde nuestras manos, fe y corazón cansados, se pueden y deben aferrar.
Mi helecho ha revivido. Han sido largos meses de limpiar, desertar, desesperar y rendirme, y de nuevo esperar que bajen las aguas en la maceta; pero ha comenzado a reverdecer lo que antes estaba muerto; ha comenzado a verse la esperanza de un nuevo renacer, mejor, aunque el inicio haya sido una debacle.
Así Su gracia en nuestra vida, querida. El Espíritu de Dios se mueve por encima del desorden de nuestra alma. Cristo usa y restaura todos los desastres, y nos da vida abundante en la gracia de Su Padre celestial. Dios dice hasta cuándo será el tiempo de poner punto final al proceso y nos ayuda a esperar en Su amor, el gozoso tiempo de sanidad.
«Bendito es el hombre que confía en el Señor, cuya confianza es el Señor. Será como árbol plantado junto al agua, que extiende sus raíces junto a la corriente; no temerá cuando venga el calor, y sus hojas estarán verdes; en año de sequía no se angustiará ni cesará de dar fruto». -Jeremías 17:7-8
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