Escuché a mi amiga contarme la conversación que tuvo con su esposo. Había tenido días difíciles. Malas noticias por aquí y allá, lejos y cerca, fuera y dentro de ellos. «Nunca había sido una persona depresiva», me dijo, «pero supongo que esa tristeza que no deja, ese llanto contenido a duras penas, esos pensamientos inusuales de ya no querer estar en ningún lado, son la compañía de muchas personas, todos los días. Y me ha tocado andar así. Triste. Sin mucho ánimo de nada. Sin hablar mucho, a propósito, y sin querer. Algo avergonzada, sorprendida de sentirme así, y, por lo tanto, atravesando el asunto sin que nadie lo note mucho. Orando para que el Señor se llevara esta cosa desconocida que me hace llorar y enojarme, suspirar y quedarme quieta y de nuevo.
Ayer hablé con mi esposo de eso, de la sorpresa de pensar lo que nunca, de estar enojada, pero triste, confiada en Dios, pero esperando que se lleve todo ya. Viendo muy largos todos mis caminos, y sin ganas de caminarlos. Queriendo obedecer y honrar a Dios con mi vida, y encontrar mi alma habitada por estos inusuales huéspedes. Y me dijo mi amado: «Todo pensamiento cautivo, esposa, llévaselo a Jesús».
¡Coincido con él! Hay una dulce liberación en nombrar y confesar lo que nos agobia; en presentar este corazón sorprendido por la pena al único Sacerdote que puede compadecerse de nuestras dificultades y dolores, porque Él mismo las vivió, pero sin pecar.
No hay vergüenza en la tristeza porque es parte de las emociones que Dios nos da, aunque atravesando nuestras fatigas y angustias, quizá hayamos pecado contra Dios. Y en ese tiempo, hay que revisar si lo que en realidad me deprime es mi voluntad sin lograrse, mis planes sin cumplirse o mis oraciones sin responder. O sea, estar demasiado concentradas en nosotras, en lo que nos duele, en lugar de enfocar mi alma y mis ojos, en Cristo.
Pienso en Jesús y en las angustias que experimentó camino a la cruz. Mi Señor Jesús sabía la dimensión del asunto. Sabía que en el camino al gozo abundaría en cotidianas ofensas, tentaciones satánicas, menosprecios constantes, pero sabía que al final de todo ese dolor, estaba el Padre de gloria.
¿Qué quiero decir? El dolor, la frustración, la duda, el miedo y la angustia que sentimos existe. No son mentira, pero ese no es el final. Hay y habrá sufrimiento, pero Él es Dios de toda consolación, y Él mismo es el consuelo: mi Señor Jesús es real, fiel y verdadero.
«Afligidos en todo, pero no agobiados; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos. Llevamos siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo». -2 Corintios 4:8-10
No podemos darnos el lujo de estacionarnos en eso que nos aflige y calcular cuándo Dios responderá. No ayuda y sí entorpece. Pero sí podemos hundirnos en el mar de Su gracia, estar allí sumergidas, disfrutando la preciosa realidad de que Él es bueno, que Sus planes para nuestra vida son agradables y perfectos. Podemos refrescar nuestra alma seca por las angustias del futuro, en el agua viva que es Cristo Jesús, quien no solo ayuda a mi debilidad, sino que traduce las lágrimas de las oraciones en alabanza; alabanza a la gloria de Su cruz.
Es verle a Él. No a mí. Porque no hablamos de nosotras mismas, sino de Cristo Jesús como Señor; y no es mi historia, sino la historia del Rey en nuestra vida.
«Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos de ustedes por amor de Jesús. Pues Dios, que dijo: “De las tinieblas resplandecerá la luz”, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo». -2 Corintios 4:5-6
Su luz es la que desaparece la oscuridad de nuestra mente, cambia cada una de las pequeñas y grandes tragedias del día a día, que en ninguna manera sorprenden al soberano Dios. Es Él quien nos lleva por esos valles de sombra y muerte, Su vara y cayado nos guarda. La mano poderosa del Señor de los ejércitos somete no solo a los enemigos de mi alma, sino que, con Su amor, lleva cautivos todos los pensamientos que son contrarios a Su persona.
Él es la roca donde nuestro espíritu es quebrantado, el ancla que se hunde con profundo amor en el alma inquieta, y la verdad y certeza de que Su bondad nos acompañará todos los días de nuestra vida, para aquellos quienes le llaman: «Mi Señor».
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