Estaciones, cambios, y la gracia de Dios

«Porque Dios nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de Él. En amor nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo, conforme a la buena intención de Su voluntad, para alabanza de la gloria de Su gracia que gratuitamente ha impartido sobre nosotros en el Amado. En Él tenemos redención mediante Su sangre, el perdón de nuestros pecados según las riquezas de Su gracia». -Efesios 1:4-7

La gracia de Dios

Las abundantes riquezas de la gracia de Dios. De ellas habla el libro de Efesios. La gracia de Dios es Su precioso e inmerecido favor, pero el hombre no entiende su magnitud, ni la profundidad de la bondad de la gracia de Dios. De otra manera, no viviría tratando de escapar como si su vida fuera a terminar. La razón es que, en realidad, nuestra vida sí termina cuando nos entregamos a Dios; es el fin del yo para vivir para Él. 

Pero esta gracia perfecta y abundante, que deshace todo nuestro pecar, que nos limpia y lava de toda maldad, nos busca sin nosotros primero tocar a la puerta. La gracia salvadora de Dios es la que alcanza al hombre llamándolo al Salvador, abriendo los ojos del pecador para entender que solo en Jesucristo hay salvación (Hch. 4:12).

Pero el hombre prefiere rechazar esta gracia tratando por sus propios medios de buscar su camino al cielo. La humanidad totalmente depravada merece la ira de Dios; el hecho de que el hombre peca y no es destruido inmediatamente es solo una muestra de la gracia común de Dios. 

Porque todas sabemos que hay algo mal dentro de nosotras. Ya sea que lo neguemos o suprimamos internamente, el conocimiento del bien y del mal ha sido puesto por Dios en nuestra conciencia (Rom. 1:18-23; 2:15). Pero Jesucristo, el perfecto Hijo de Dios es la personificación de la gracia; y la razón por la cual la gracia salvadora existe. Ya que Él vino a este mundo «para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna» (Jn. 3:15-17). 

Tú y yo, pecadoras condenadas a pasar la eternidad separadas de nuestro Creador, hemos sido hechas aceptas en el Amado (Ef. 1:6), hemos sido perdonadas, lavadas de nuestros pecados (Col.1:14), y transformadas (2 Cor. 3:18). Todo por la abundante gracia de nuestro buen Dios que nos salvó para la alabanza de la gloria de Su gracia. 

Estaciones 

¿Alguna vez te has detenido a contemplar cómo es que las estaciones demuestran la gracia de Dios? Las hojas caen, el frío parece no cesar. La lluvia no para, el sol parece estar oculto, y de pronto volteamos a ver lo verdes que están los montes. La primavera se acerca y el sol brilla en su totalidad. ¡Qué hermoso despliegue de la gracia de Dios! Así es, porque la gracia no se ha detenido solamente en la obra de redención a nuestro favor, sino en la bondad de Dios que experimentamos día con día. 

En el pacto Noético (el pacto de Dios con Noé después del diluvio), el Señor prometió que nunca habría otro diluvio, de la misma manera que nunca faltarían las estaciones. Así, las estaciones son testigos de la gracia de Dios. Hechos 14:16-17 nos dice: «En las generaciones pasadas Él permitió que todas las naciones siguieran sus propios caminos; y sin embargo, no dejó de dar testimonio de Él mismo, haciendo bien y dándoles lluvias del cielo y estaciones fructíferas, llenando sus corazones de sustento y de alegría». 

Esto es lo que conocemos como la gracia común; las incontables bendiciones otorgadas al hombre caído. Estas bondades del Señor para con el hombre que vive rechazando, negando y peleando Su existencia. La gracia común de nuestro buen Dios es demostrada en el hecho de que el sol sale sobre los malos y buenos (Mat. 5:45), de manera que el hombre no tiene excusa «pues aunque conocían a Dios, no lo honraron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se hicieron necios en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebrecido» (Rom.1:21).

Cambios

Cambiamos, nos guste o no, para bien y para mal. Esos hábitos pecaminosos que no podemos romper, la justicia propia que queremos abrazar en lo profundo de nuestro corazón, el orgullo que nos asalta por todas partes, la queja, la crítica… son solo algunos de los muchos ejemplos de patrones pecaminosos que podemos encontrar en nuestras vidas. Esa justicia propia que nos susurra que alcanzaremos el favor de Dios una vez que cambiemos esos hábitos, o que se gloría cuando somos alabadas porque parece ser que es nuestra propia bondad la que nos ha llevado a estar donde estamos. 

Ahí mismo es donde la gracia de Dios nos encuentra. Nos encuentra donde estamos; en medio de nuestro pecado, en medio de nuestras luchas. Porque Él no nos manda primero a poner todo en orden para después poder acercarnos a Él. No nos invita a venir limpias, sino a venir para ser limpiadas. No nos manda a acercarnos una vez que hayamos desechado el pecado de nuestras vidas, pero nos manda venir a Él para ser perdonadas, limpiadas y transformadas por Él. Porque sin Él no podemos, y no se supone que sea de otra manera. Él es el Salvador, nosotras las que somos salvadas.

La finalidad de la gracia de Dios es Su alabanza, «para alabanza de la gloria de Su gracia» (Ef. 1:6). La razón es que es así como la finalidad de Dios se cumple: Él, siendo el Salvador, es adorado como tal. Es hasta que entendemos nuestro pecado, nuestra desesperante condición y tremenda necesidad de Cristo, que nos rendimos a Sus pies y alabamos aquella cruz. Es solo entonces que podemos ver al Salvador y alabarlo por ser quién es Él, y de esta manera estamos dispuestas a tomar nuestra cruz y seguirle. 

Como bien sabemos, pero a menudo olvidamos, existimos para algo más grande que nosotras mismas. Existimos para la gloria de Dios. Todo lo que existe tiene el propósito de apuntar a nuestro Dios, el Creador de los cielos, la tierra, y todo lo que hay en ella (1 Cor. 10:26), y quien merece toda la honra y la alabanza por Su bondad, por Su gracia. Por lo tanto, nuestra adoración, nuestro atesorar, saborear y disfrutar a Dios es nuestro deber; no porque debamos ganar la aprobación de Dios, pero porque en Cristo se nos ha dado todo para conocer y atesorar a nuestro Dios.

Y tú, ¿solo eres parte de la gracia común de Dios para con Su creación o has alcanzado ya la redención a través de la gracia salvadora de Cristo? 

Si aún no has recibido la salvación por gracia, ¡hoy es el momento de venir en arrepentimiento y fe en Jesús! Pero si ya eres una hija acepta delante de Dios por la obra de Cristo en la cruz, te animo a goces de la gracia salvadora de nuestro Dios y vivas cada día asombrada ante Su obra de salvación!

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Sobre el autor

Vania Anderson

Vania Anderson

Vania es originaria de Tlaxcala, México, pero actualmente reside en California. Se graduó en Estudios Teológicos en la Universidad The Masters.

Su más grande pasión es compartir el evangelio y ayudar a los creyentes a equiparse para compartir su fe, … leer más …

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