El enemigo de la hospitalidad

Escrito por Carolyn Lacey

Estoy ocupada. Estoy cansada. Mi casa está desordenada, mis hijos son demasiado ruidosos. Mi descanso para el almuerzo es demasiado corto. Mi sueldo es poco. No soy buena para las charlas triviales.

Es fácil pensar en excusas para no mostrar hospitalidad en nuestros hogares o en otros lugares.

Es cierto: hay obstáculos que superar si queremos ofrecer el tipo de bienvenida centrada en los demás y llena de gracia a la que la Biblia nos llama. Pero el mayor obstáculo para nuestra hospitalidad no es el tamaño de nuestra casa, mesa o saldo bancario. No es nuestra falta de habilidades para cocinar o conversar. Lo que más nos impide ofrecer una hospitalidad cálida y generosa es nuestro orgullo. El orgullo es el gran enemigo de la hospitalidad.

Dos formas de orgullo

El orgullo obstaculiza la hospitalidad de dos maneras. La forma más obvia es cuando no damos la bienvenida a quienes más la necesitan porque sentimos que somos, de alguna manera, superiores a ellos. Podemos evitar a las personas que juzgamos que son menos trabajadoras que nosotras. Trabajo duro para proporcionar un hogar agradable y una comida decente a mi familia, pensamos. ¿Por qué debería compartir mi casa y mi comida con ellos?

Es posible que no nos sintamos a gusto hacia un colega que disfruta contar historias crudas o compartir opiniones que encontramos ofensivas. Ya es bastante malo tener que escuchar ese tipo de charlas en el trabajo, razonamos. No debería tener que escucharlo en mi propia casa también. O es posible que no podamos dar la bienvenida a personas que son menos populares o que no parecen tener ninguna influencia sobre otras personas a las que queremos impresionar. ¿Por qué sentarme con ellos cuando podría ser vista como amiga de X o Y?

La segunda forma en que el orgullo obstaculiza nuestra hospitalidad es a través de nuestro deseo de aprobación humana. Esta es una forma de orgullo más sutil, pero está en el centro de muchas de nuestras preocupaciones relacionadas con la hospitalidad:

La gente verá cómo soy realmente y es posible que no les agrade. No puedo cocinar tan bien como mi amiga, la comida será una gran decepción. Me resulta difícil entablar una conversación: mis invitados se aburrirán. 

Estos miedos surgen cuando nos enfocamos más en lo que la gente piensa de nosotras que en lo que Dios desea para nosotras. Queremos que la gente piense bien de nosotras; no queremos parecer inferiores o inadecuadas a los demás. Pero la hospitalidad nos hace vulnerables a la desaprobación, la decepción y el desánimo. Entonces, si nuestro miedo por lo que la gente piensa de nosotras es mayor que nuestro amor por ellos, dudaremos en invitar a otros a nuestros hogares y nuestras vidas. No ofreceremos el tipo de bienvenida generosa y centrada en los demás a la que el evangelio nos llama.

Yendo a la guerra

Ya sea que retengamos la hospitalidad por un sentido de superioridad o por miedo, la raíz del problema es la misma: pensamos más en nosotras mismas de lo que deberíamos. Y entonces tenemos que ir a la guerra contra nuestro orgullo. 

La hospitalidad bíblica y el orgullo no coexistirán. Se contradicen en todos los sentidos. La hospitalidad mira hacia afuera y se enfoca en los demás; el orgullo es introspectivo y egocéntrico. La hospitalidad busca elevar a los demás; el orgullo busca elevarse a sí mismo. La hospitalidad prioriza las necesidades y preferencias de aquellos a quienes sirve; el orgullo prioriza las necesidades y preferencias de uno mismo.

Así que tenemos que elegir: podemos seguir dejando que el orgullo domine nuestros deseos y prioridades, o cultivar un corazón que ama recibir a los demás como Dios nuestro Padre nos da la bienvenida a nosotras. Como lo dice Pablo: «No hagan nada por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo, no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás. Haya, pues, en ustedes esta actitud que hubo también en Cristo Jesús» (Fil 2:3–5).

Si optamos por cultivar un corazón hospitalario, hay un par de principios que nos ayudarán en la lucha contra el orgullo.

1. Recuerda quién es Dios.

Cuando meditamos en la majestad, el poder y el esplendor de Dios, ponemos en perspectiva nuestra visión de nosotras mismas. Realmente no somos tan impresionantes, así que no tiene sentido fingir que lo somos. Cuando recordamos que nuestro propósito es magnificar la grandeza de nuestro Dios y llamar a otros a adorarlo también, entonces nos liberamos de nuestra preocupación por nuestra propia imagen o reputación. El objetivo de nuestra hospitalidad nunca es señalarnos a nosotras mismas, sino señalarlo a Él. Reflejar Su generosa, compasiva e inmerecida bienvenida de nosotras en la forma en que recibimos a los demás.

2. Recuerda quiénes somos.

Cuando nos sentimos tentadas a pensar más en nosotras mismas de lo que deberíamos, necesitamos recordar que somos débiles, pecadoras e indignas, pero Dios nos ha dado nueva vida en Cristo. Cuando nos sentimos tentadas a temer lo que la gente piensa de nosotras, podemos recordar que Dios nos ha exaltado con Jesús (Efesios 2:6). Nuestra identidad proviene de Él y está segura en Él. La alta posición que tenemos ahora en Cristo nos libera para servir a los demás con humildad, alegría y sin miedo. No arriesgamos nada al buscar invitar, incluir e invertir en las personas entre las que Dios nos ha colocado, independientemente de su respuesta. 

¿Por qué no pedirle a Dios que te muestre esta semana cómo puedes ofrecer una hospitalidad humilde que refleje Su carácter y señale a los demás hacia Él?

Si quieres profundizar en este tema aquí te compartimos algunos recursos: 

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