“Presentándote tú en todo como ejemplo de buenas obras; en la enseñanza mostrando integridad, seriedad” Tito 2:7
Temprano en la mañana, me encontraba en la cocina; el desayuno estaba listo y servido en la mesa, me había esmerado en tenerlo a tiempo para cuando llegaran los miembros de mi familia al comedor. Nos sentamos a desayunar y noto un pequeño rostro malhumorado que no apetece nada. Indago, pregunto, ofrezco opciones y veo que nada le hace cambiar de humor, entonces le recuerdo Proverbios 25:28 “como ciudad derribada y sin muros es el hombre cuyo espíritu no tiene riendas”. Hablamos de la importancia del dominio propio, de cómo somos presa fácil del pecado cuando nos dejamos llevar de nuestras emociones, de cómo aún podemos perturbar el buen humor y el clima de paz del hogar; luego de una conversación como ésta surge un rostro de arrepentimiento y convicción de pecado. “¡Gracias Señor!” –pienso- y le alabo por haber obrado en esa pequeña alma.
Así nos levantamos de la mesa y seguimos en las ocupaciones del día. No bien ha pasado media hora, cuando surge una situación que entorpece mi buen humor, y el momento anterior de victoria desaparece de mi mente: se nubla mi razón, se frunce mi ceño, se endurece mi voz, irrumpo con palabras ásperas y se enardece mi espíritu…De repente siento como si un balde de agua fría cayera sobre mí, veo el pequeño rostro al que hacía unos minutos había ministrado, mirando la reacción que tuve, en mi interior toda la turbulencia de ira se tornó en tempestad de dolor y vergüenza, hice justo lo que le había advertido que no agradaba a Dios.
¿Qué hago? Me pregunté, bueno… cambio el tono y sigo como si nada hubiera ocurrido, quizás no se dé cuenta y no pasa de ahí, o sufro la consecuencia natural de haber pecado: me humillo, pido perdón (a Dios, al ofendido y a mi hijo). Creo que la segunda opción es la correcta, así que sigo los pasos de arrepentimiento, y doy un ejemplo a mi pequeño de aquello que le había enseñado, mostrándole así cómo vivir el Evangelio: servimos a Dios y no a los hombres.
Nuestro ejemplo en el diario vivir habla más que mil palabras, nuestras vidas se están desarrollando como en una pantalla frente a nuestros hijos y la forma en que respondemos a las diferentes situaciones que se nos presentan le dirá a ellos qué es lo realmente importante para nosotras, no importa cuántos versículos le recite, si ellos no ven un modelo de humildad y deseo de agradar a Dios, los mismos no harán eco en ellos. Claro que la gracia de Dios puede actuar por encima de nosotras, pero nuestro Señor quiere que prediquemos con el ejemplo, alguien dijo una vez: “Tus hechos hablan más altos que tus palabras”.
Oremos a Dios que nos dé la suficiente humildad para admitir nuestros pecados delante de nuestros hijos y para hacer de nuestro hogar un lugar donde la gracia sea evidente.
Para reflexionar: ¿Están nuestros hechos ahogando nuestras palabras? ¿Estamos dispuestas a deponer nuestro orgullo y vivir en humildad delante de los nuestros?
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